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lunes, 18 de septiembre de 2017

CUANDO EL DÍA EMPEZABA CON UN COLA CAO...

Desperté aquella mañana con el inconfundible sonido que emiten los pájaros habitantes de las montañas, mezclándose con el olor a pino mojado que deja tras de sí el torrente de agua que sólo puede sentirse allí arriba, donde se taponan los oídos por la presión; virutas de pino amando la lluvia o a la inversa o recíprocamente, no lo sé, sólo sé que aquello me hacía simplificar la felicidad. Era abril, un abril de finales de los 90 o principios de los 2000, vacaciones para mí, donde no necesitaba más que la compañía de los que están y de los que ya no volveré a ver. Yo me levantaba de la cama y en la cocina, ya me esperaba un vaso rebosante de leche y Cola Cao (ahora sería Nesquik, la vida cambia) y un plato de lo que el día anterior no había sido más que cachos de pan duro y que la metamorfosis -o las irrepetibles manos de mi iaia- había dado paso a unas maravillosas torrijas con sabor a canela. Era Pascua, qué duda cabe. De esas Pascuas con bacalao desalado en agua en la mesa porque la carne está "prohibida", pero con pedacitos de longaniza de pascua bajo manga a la hora de la siesta, cual criminal atracando el Banco Nacional. 
Vacaciones de mona y chocolatina redonda, sentada junto a mis amigas en aquellos bancos donde no nos importaba siquiera que el pantalón quedara húmedo después de reposar nuestras nalgas tras la lluvia. Paquetes de pipas y un Cluedo en la terraza de cualquiera de nuestras casas hacía el resto. Música, música que anunciaba un verano movido unos meses después. Música que planeaba un agosto que aunque parecía lejano, y más con aquel cielo opaco y aquellas chaquetas vaqueras y aquellas zapatillas de deporte con calcetines hasta las rodillas, nosotras lo sentíamos cerca porque sería la próxima vez que volveríamos a vernos. Música que derivaba en pasos de baile, que meses más tarde plasmaríamos en un escenario, con vestidos de brillantes, pelo de peluquería, maquillaje exagerado y la mejor versión de nosotras mismas, junto a los nervios y adrenalina que sólo se siente antes de exponerte al público. Pasos de baile improvisados mientras pisábamos piñones caídos de los mismos pinos que emanaban aquel característico olor a tierra mojada y de los que continuamente veías saltar ardillas que te lanzaban piñas a la velocidad de un misil. Y las cogíamos, las abríamos a la fuerza -las que se dejaban abrir- y nos comíamos su valioso fruto, por si la mona, la chocolatina redonda y las pipas no había sido suficiente. 
Así transcurría aquella Pascua, similar a la anterior y parecida a la siguiente, sin fecha de caducidad en aquel momento de la vida, pero que el transcurso de la existencia se encarga de que termine.
Un "bote botero", una peli de miedo y algún cumple con sándwiches, remata mi infancia. 

Ahora soy adulta, mis Semanas Santas, ya no son tan santas, ya no son en aquel pueblecito de Castellón que me dejó grandes amigas y maravillosos recuerdos. Mis Semanas Santas ahora son trabajando, en mi ciudad y planeando el siguiente viaje que haré para conocer más allá de aquel sonido de pájaros insaciablemente cantarines, más allá de aquella lluvia incesante, de aquellas torrijas que nunca más podré probar, de aquellos pinos que junto a la pólvora confeccionaban mi olor favorito; más allá de aquellas canciones que no volveré a bailar y de aquellas monas que digerí el milenio pasado. La vida nunca va un paso por delante, la vida va a su ritmo, y como en toda la historia de la humanidad, todo tiene un cómo, un dónde y un por qué.

Será que el final del verano siempre me vuelve nostálgica. 




El temazo de hoy es el que aparece en el "vídeo casero" el día previo a mi Comunión que grabó mi hermano en casa. Esta canción sonaba de fondo y desde entonces, es la canción de mi Comunión. Ya ha llovido, os lo aseguro. 

Lovefool - The Cardigans 

https://www.youtube.com/watch?v=NI6aOFI7hms

"Mama tells me I shouldn't bother".